Acerca de la violencia en México y el ejercicio del periodismo

"Soy mujer y tengo miedo de salir por los feminicidios, soy madre y en este país por todos lados hay hijos desaparecidos, soy periodista y aquí también los asesinan. Nos están matando a todos" —Ana Karla / FB

Foto: Reuters

Por Elia Baltazar.

Para los periodistas, es relativamente fácil hablar sobre el impacto de la violencia en los últimos 10 años, porque hemos aportado nuestra cuota de víctimas: entre 2000 y 2017, 105 periodistas han sido asesinados y 20 más están desaparecidos. Sí, desaparecidos. En estas cifras faltan además los periodistas desplazados y exiliados por amenazas, que suman decenas.

Esos 105 asesinatos son nuestras víctimas. Cada uno de esos casos, la mayoría olvidados en expedientes abandonados, proyecta la dimensión humana del impacto que la violencia ha tenido en el periodismo en México. Insisto: lo sabemos nosotros, los periodistas, que nos hemos movilizamos en marchas, concentraciones y campañas de protesta a través de redes sociales, sin la fortuna que hubiéramos esperado, por varias razones. La primera: porque siguen matando periodistas. La segunda porque la impunidad persiste: en 99% de los casos de los casos no hay investigación concluida ni responsables de las agresiones, asesinatos y desapariciones de periodistas, ni de los atentados contra medios. Y la tercera: porque a nadie le importa.

O casi a nadie. A nadie, ni siquiera a los medios, llamó la atención en su momento el despegue escandaloso de las agresiones contra periodistas. La sociedad se quedó callada y los ciudadanos pasaron por alto cifras que el cualquier otro país democrático hubieran causado escándalo. Miren ustedes: de julio de 2007 a agosto de 2011, la CNDH registró 45 casos de asesinatos de periodistas. Un promedio de once asesinatos por año. Esa cifra significó un incremento de 200% respecto del sexenio anterior, y a nadie llamó la atención. Nadie se alteró ni advirtió las consecuencias. Los periodistas, sí.

Durante estos años, los periodistas de a pie, los reporteros de todos los días, dejaron atrás la inmovilidad de un gremio que había sido condenado por su propia historia a la desarticulación y la desorganización. Todavía hoy no faltan las voces que a la ligera juzgan: los periodistas no se organizan, no saben organizarse, no defienden sus derechos, no se involucran en los temas de su gremio. A aquellos que juzgan debo decirles que actualmente son muchos los periodistas que han roto con esa sentencia.

Es verdad que la violencia nos tomó mal parados. Desprovistos de herramientas, capacidades y conocimientos para enfrentar todos los días la violencia y sus efectos. Para tratar con las víctimas, para narrar las tragedias. Porque durante estos años los periodistas no sólo hemos tenido que librar la violencia que acechó el gremio. También hemos tenido que relatar día tras día los muertos y desparecidos del país, las fosas comunes, los secuestros masivos, los reclutamientos forzados, las ejecuciones extrajudiciales, las violaciones constantes de los derechos humanos. Y luego, los saldos de esa violencia: los huérfanos, las viudas, las familias rotas y en luto permanente. Allí hemos estado los periodistas, cada día, todos los días, desde hace 10 años. Tiene que quedar claro que si la violencia ha desaparecido de los medios, por la voluntad y el dinero gubernamental traducido en los favores de la publicidad, los periodistas seguimos en las calles, reporteando y conociendo de primera mano lo que ocurre en el país. Es verdad que a veces esa información se queda en nuestros archivos, por seguridad propia, o por órdenes de nuestros medios, aquellos que han tomado la decisión de ser comparsas de una política de silencio en torno de los saldos de la violencia.

Les decía antes que la violencia nos había sorprendido mal parados, pero hemos ido aprendiendo, y por nuestra cuenta. Yo misma fui cofundadora de una organización, Periodistas de a Pie, que nació hace 10 años con el propósito de impulsar la profesionalización periodística a través de la capacitación. En el camino se nos apareció la violencia y tuvimos que replantearnos hasta nuestra identidad. Entonces nos asumimos como periodistas y también, sin rubores, como defensoras de derechos humanos. Pero otras organizaciones también se fueron sumando al empeño, el compromiso y el reto de no permitirnos el silencio impuesto. Ni por la violencia ni por los caprichos y amenazas del poder, sea político o económico. Por todo el país surgieron grupos grandes y pequeños de periodistas dispuestos a cambiar las cosas, a levantar la cabeza, a denunciar las condiciones en las que trabajan y enfrentan la violencia en sus regiones. A pesar de las amenazas del crimen, de las humillaciones constantes a que los someten los gobiernos estatales y sus propios medios, han salido a las calles a manifestarse, a exigir seguridad o la liberación de algún compañero secuestrado.

Nuestras protestas, sin embargo, siguen topando de frente contra la omisión gubernamental. El gobierno federal se ha lavado las manos y la cara frente a los organismos internaciones que han criticado la situación de los periodistas y la libertad de expresión en México, argüyendo la puesta en marcha de un inservible mecanismo de protección a periodistas y defensores de derechos humanos, una fiscalía que no ha dado resultados y leyes inaplicables en la práctica, que dejan en el limbo las investigaciones de las agresiones, los asesinatos y las desapariciones. Y peor: dejan en el olvido los nombres de nuestros periodistas.

Contra el olvido, contra el silencio, contra la impunidad y la omisión, los periodistas hemos emprendido nuestras propias batallas. Y hay ejemplos honrosos que nos llenan de orgullo. En Veracruz, por ejemplo, donde 17 periodistas fueron asesinados durante el sexenio de Javier Durate, hubo un caso que fue parteaguas en la movilización de periodistas en el país. El 5 de febrero de 2014 desapareció el reportero Gregorio Jiménez en la comunidad de Villa de Allende, en Catzacolacos. Desde el día de su secuestro a manos de un comando que lo sacó de su casa frente a sus hijas y su esposa, los reporteros de esa región salieron a las calles a exigir su liberación, su regreso con vida. Esos reporteros, sus compañeros de todos los días, fueron amenazados con el despido, tenían miedo de hacerse notar en aquella región dominada por el cartel de los zetas. Pero lo hicieron y con su ejemplo convocaron la solidaridad de periodistas de todos los estados y aun de otros países, que se sumaron a la campaña #QueremosvivoaGoyo. Luego de seis días, su cuerpo apareció en una fosa junto con otros cuerpos. Gregorio levantó de nuevo la indignación del gremio, por todo lo que su caso representaba: el maltrato laboral –Gregorio ganaba entre 15 y 20 pesos por nota–, la falta de garantías y respaldo para llevar a cabo su labor, la incompetencia gubernamental, las omisiones y, al final, la impunidad persistente.

Su asesinato además nos llevó a un hecho inédito en el país: un grupo de periodistas y de defensores de derechos humanos nos organizamos para llevar a cabo nuestra propia investigación. Viajamos a Coatzacoalcos, realizamos decenas de entrevistas, visitamos la comunidad y la casa de Goyo, la fosa donde lo encontraron, hablamos con funcionarios y tuvimos acceso al expediente. Todo, en un fin de semana que nos bastó para elaborar un informe que dio cuenta de las inconsistencias de la investigación, de las omisiones y la lenta respuesta de las autoridades desde su desaparición.

Como este, antes y después ha habido otros casos en los que los periodistas hemos levantado la voz, protestado, llamado la atención de los ciudadanos sin mucha suerte. Hemos convocado la solidaridad y la atención de otros sectores para acompañar nuestra batalla que es, al mismo tiempo, la batalla de una sociedad que debe reclamar su derecho a estar informada, su derecho a tener una prensa robusta, libre, segura. En estos días, de nuevo, hemos salido a las calles. Uno más de nuestros compañeros, un amigo, un profesional impecable que retrató los costos sociales del narcotráfico en Sinaloa, fue asesinado. Descargaron sobre su cuerpo 12 balas de un arma corta y lo dejaron tendido frente a las oficinas de la revista que él fundó: Riodoce. Lo mismo sucedió con Miroslava, ¿recuerdan? A ella le vaciaron la carga de una pistola en la cabeza frente a su hijo, a quien esperaba para llevarlo a la escuela.

Estas son escenas de la violencia que han enfrentado los periodistas en México. Y las hay peores. En el recuento hubo compañeros que fueron desollados, desmembrados, asesinados junto con toda su familia. Pero nadie los recuerda. Nosotros, sí. Nosotros que cargamos con sus nombres y sus historias seguimos y seguiremos exigiendo justicia para ellos. Sabemos que este país, desde hace 10 años, colecciona víctimas. Los periodistas son parte de ese catálogo de horror. No nos dejen solos. Acompáñenos en esta batalla por un periodismo digno y seguro. Por nuestro derecho a informar y su derecho a saber.

Al final, solo puedo decirles que sobre la tumba de cada periodista muerto pesa una lápida de justicia incumplida. A estas alturas, el lamento oficial ya tiene su propio guión. Se repite para cada caso. Uno más que es igual al anterior. Mientras tanto, la lista crece. No me gaste las palabras, dice un poeta. No me cambie el significado: que allí donde yace un periodista muerto se lee bien clara la palabra impunidad.

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